sábado, 12 de abril de 2014

Balancín

Se levantó con un dolor de cabeza increíble. 
Se tocó la frente. Estaba ardiendo. Seguramente tuviese fiebre. 
Sentía que ardía, así que se quitó de encima todas las mantas y edredones, recogió del suelo la toalla fría, que se debió de caer cuando al fin se quedó dormida, y abrió las ventanas de su cuarto. 
Cogió su cojín en forma de corazón y bajó al jardín. Se tumbó en el balancín y se colocó la toalla en la frente. 
Corrió brisa y sintió un tremendo alivio. Al menos allí se estaba fresquito. 
Cerró los ojos y escuchó. 
Los pájaros cantaban. El viento hacía que los árboles murmullasen moviendo sus grandes ramas. A lo lejos se escuchaban los coches corriendo por una pequeña carretera que conducía al pueblo. 
Y luego, se oía el chirrido que producía al moverse ese viejo balancín. 
Tenía ya 10 años, que aunque no parezca mucho, lo es para un balancín que aguantaba estar al más caliente sol del verano, y a las más frías nevadas del invierno. 
Siempre que estaba mal, o necesitaba pensar, se acurrucaba en el viejo balancín del jardín. 
Sintió como le daba el sol en los ojos. Los abrió y admiró el paisaje verde y soleado. 
Hacía demasiado frío ya. No quería ponerse peor. 
Se levantó del balancín y se metió en casa.

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