jueves, 26 de julio de 2018

Flores estomacales

¿Alguna vez habéis vomitado hasta caer inconscientes?
Yo no, pero soñé hace tiempo que las flores de mi estómago se marchitaban, y por no sacarlas a tiempo, mi estómago decidió que no estaba dispuesto a aguantar sus burlas y sus maltratos, las quemazones y los rasguños, que le hacían quejarse a una cabeza que no estaba dispuesta a dejarlas marchar, pues un día fueron su tesoro más valioso y no estaba dispuesta a aceptar que se habían pervertido hasta querer matar con las espinas que antaño fueron suaves pétalos.
Y como iba contando, una noche de nieve gélida soñé que me encontraba encerrada en una tarde de agosto, y sin embargo temblaba y tiritaba como un despertador al que se le acaba la pila. Lo relacioné con las flores.
En la penumbra de mi cuarto, con las persianas bajadas, me empecé a asfixiar y me agarré el cuello, me arañé y quise despedazar cada milímetro de mi garganta para expulsar la espuma de amargura que crecía hasta llegar a mi boca y rebosar.
El mundo me dió vueltas y al poco rato solo sabia expulsar flores grises y espinas ensangrentadas.
"Un día estás fueron blancas como la nieve de mi realidad", pensé, aunque el momento en que despertara nunca recordaría tal anuncio.
No paraban de salir; mi estómago calmado me echaba -si me permitís decir- literalmente en cara, todo el daño que había aguantado.
Sin embargo en mi mente, sobresaltada por esta decisión repentina, empezaron a resurgir los recuerdos del día en que brotó la primera flor en la entraña izquierda del estómago. Era un pequeño tallito tierno y de color primavera y los pétalos blancos eran pequeños y suaves. Pensó que era una maravilla tal, que por nada del mundo frenó las ciento seis que brotaron después.
Recordó la respiración de cada una al compás que mis pulmones y estos asintieron nostálgicos, pero no quisieron tomar partido en la discusión.
Recordó a mis piernas todas las veces que esas bonitas flores, ahora marchitas, la habían levantado en volandas cuando el cansancio había sido evidente.
Y sobre todo, recordó a mi corazón el calor que le habían proporcionado en las noches tristes y solitarias. Éste no respondió, estaba demasiado despedazado por el destierro.
Mis ojos lloraron de confusión por ver algo que en los recuerdos era bello, pero ahora se mostraba como algo virulento.
Estuve tres horas y diez minutos expulsando flores y a cada flor arrancada de mis entrañas, sentía diez veces un nuevo vacío.
No soportaba el hecho de aceptar que se había acabado.
Mis ojos me hicieron el favor de cerrarse, mi estómago arrancó la última flor y pidió perdón entre sollozos y antes de que ésta amaneciese por mis labios, mi cabeza desconectó dejándome tirada, hecha un ovillo, destrozada pero nueva y con un morado en el rostro por la caída dura contra el suelo.
Tocar la superficie fue despertar en mi lecho de invierno, salir de mi sueño, en la cama. Fue para mí como salir a la superficie después de mucho tiempo bajo el mar; mis pulmones se dieron cuenta de que ellos no tenían posibilidad alguna de desconectar y se corrigieron rápido.
Desde ese día, estoy compinchada con mi estómago para que me indique los síntomas y evitarlos. Engaño a mi cabeza con los recuerdos de un sueño en una tarde de verano. Si no crecen flores, no tendré que vomitarlas.

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