martes, 20 de diciembre de 2016

Treinta y dos años de mala suerte

Se sintió caer. No caer como cuando te hacen daño y simplemente no puedes tenerte en pie. No caer como cuando de pequeños tropezamos al engancharse los metales de los cordones de las botas y el suelo es de pequeñas piedras puntiagudas. No caer como como cuando te dan la peor de las noticias.

Simplemente sintió como su reflejo en aquel espejo sucio y viejo huyese y traspasase el suelo, como si alguien hubiera presionado el botón que accionaba una trampilla secreta. ¿Estaría asustada, ahí abajo? 

"Es donde viven los miedos, ya sabes", siempre la habían dicho, y desde entonces procuraba estar siempre lo más alto posible, alejada de su miedo a las orugas.

—¡Arregla ese gancho de una vez! —le gritó su padre al ver los pedazos de su alma esparcidos por el suelo—. Ya cargas sobre tu espalda treinta y dos años de mala suerte.

La chica se agachó para recogerse, avergonzada, por cuarta vez.

"Sabía que caería, lo sentí en el estómago". Simplemente se había quedado a observar cómo aquel reflejo debilucho y de semblante entristecido por no poder salir fuera de las fronteras de un marco labrado en polvo, caía una vez más sin pedir ayuda.

El enganche se salió de la pared lo justo para dar tiempo a reaccionar, lo justo para chillar "auxilio", lo justo para admitir que no era tan fuerte como creía o que el peso de su reflejo había crecido en el último año.

El suelo tembló como justo un año antes lo había hecho.

—Estoy segura de que ha sido un terremoto —dijo la hermana pequeña, ante el bochorno de la mayor—, tal vez un gigante ha tropezado.

Y cuando desnudó a su reflejo, este se escondió avergonzado. 

El espejo, convencido de haber cumplido con su función de reflejar al no encontrar reflejo alguno, decidió que le quedaban veinticuatro horas de vida, tiempo suficiente para recoger en un baúl las pertenencias de una vida y después marcharse.

Fue al día siguiente, que al estar tirada en la cama, el espejo salió de su sitio pisando más fuerte de lo previsto y sus lágrimas se esparcieron por todo el suelo.

La chica lloró durante un mes y treinta días, a la vez que recomponía a su viejo amigo.
Y así pasaron tres veces más, y tres veces más se convenció de que su espejo caía sin querer.

Pero esta vez, esta vez lo había previsto y no estaba dispuesta a llorar más. Se sabía cada paso hasta la próxima decepción. Esta vez barrió los pedazos y aceptó los treinta y dos años de mala suerte, se resignó y renunció a su reflejo.

Se resignó y le dejó allí donde los miedos viven, encerrado con un nido de orugas y el miedo a la decepción.





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